Por Mario Vargas Llosa
Al antropólogo brasileño Roberto de Mata le oí explicar hace un par de años, en una brillante conferencia, que la popularidad del fútbol –fenómeno mayor de nuestro tiempo– expresa la vocación innata de los pueblos por la legalidad, la igualdad y la libertad. Su argumentación era astuta y divertida.
En el fútbol, según él, el público ve representada una sociedad modelo, a la que gobiernan leyes claras y sencillas, que todos comprenden y acatan y que, al violarlas, entrañan para el culpable castigo inmediato. Además de justa, una cancha de fútbol es un espacio igualitario, que excluye todo favoritismo o privilegio. Aquí, en este césped marcado por la tiza, cada cual vale por lo que es, por su destreza, empeño, ingenio y eficacia. Ni el apellido ni el dinero ni las influencias cuentan lo más mínimo para meter goles y merecer los aplausos o silbidos de las tribunas. El jugador de fútbol, por otra parte, ejercita la única forma de libertad que la sociedad puede ofrecer a sus integrantes, so pena de desintegrarse: la de hacer todo lo que quieran que no esté explícitamente prohibido por unas reglas que todos aprueban.
Esto es lo que, en el fondo, provocaría el fervor de esas multitudes que, a lo ancho y a lo largo del mundo, se vuelcan a los estadios, siguen hipnóticamente los partidos en la televisión y discuten y se dan de trompadas por sus ídolos futbolísticos: la secreta envidia, la inconsciente nostalgia de un mundo que, a diferencia de aquel en el que viven, roído por las desigualdades, la injusticia, la corrupción, presa de la ilegalidad y la violencia, es un mundo de convivencia, de imperio de la ley, y equitativo.
¿Será cierta esta bella teoría? Ojalá lo fuera, pues no hay duda de que es seductora, y que nada sería más positivo para el futuro de la humanidad que en los fondos distintos de la multitud anidaran estos civilizados apetitos. Pero lo probable es que, como ocurre siempre, la realidad rebase la teoría y la deje trunca. Porque las teorías son siempre racionales, lógicas, intelectuales y en los fenómenos sociales, como en los individuales, la intervención de la sinrazón, del inconsciente y la pura espontaneidad es siempre tan inevitable como inconmensurable.
Garabateo estas líneas en una butaca del Camp Nou, momentos antes del partido Argentina-Bélgica que inaugura este mundial. Los signos son favorables: sol radiante, un cielo limpio, una impresionante muchedumbre multicolor, en la que ondean banderas españolas, catalanas, argentinas y alguna que otra belga, un ruidoso fuego de artificio, una atmósfera festiva, que sigue con aplausos el espectáculo gimnástico y folclórico que sirve de entremés al partido (y que tiene mucha más calidad de la que suelen tener estas exhibiciones).
Desde luego que este es un mundo bastante más simpático y agradable que el otro, el que se ha quedado detrás de las tribunas del Camp Nou y de esta gente que jalea las danzas y las figuras que hacen decenas de muchachos sobre el césped, como esas del Atlántico Sur y del Líbano a las que el mundial ha relegado a un segundo plano en la atención de millones de aficionados que, en el mundo entero, en las dos horas siguientes, vivirán como quienes ocupan estas tribunas, pendientes únicamente de los pases y disparos de estos 22 jugadores argentinos y belgas que abren el mundial.
Acaso la explicación de este prodigioso fenómeno contemporáneo, la pasión por el fútbol –un deporte elevado a la categoría de religión laica– , sea en realidad bastante menos complicada de lo que suponen los sociólogos y psicólogos que tratan de interpretarla y consista simplemente en que el fútbol ofrece a las gentes algo que apenas tienen: una ocasión de divertirse, de entretenerse, de entusiasmarse, de exaltarse, de vivir unas emociones intensas que la rutina cotidiana rara vez les depara. Querer entretenerse, divertirse, pasar un rato agradable, es la más legítima de las aspiraciones, un derecho tan válido como el de querer comer y trabajar. Por razones múltiples y seguramente complejas, el fútbol ha venido a cumplir en el mundo de hoy esta función con más éxito y universalidad que cualquier otro deporte. A quienes el fútbol nos gusta y nos da placer no nos sorprende en absoluto la jerarquía que ha alcanzado entre los entretenimientos colectivos, pero hay muchos que no lo entienden y además lo deploran y critican.
El fenómeno les parece lamentable porque, dicen, el fútbol enajena y empobrece intelectualmente a la multitud, distrayéndola de los asuntos importantes. Quienes piensan así olvidan que divertirse es un asunto importante. Olvidan también que lo característico de una diversión, por intensa y absorbente que sea, y un buen partido lo es en grado sumo, es ser efímera, intrascendente, inocua, una experiencia en la que el efecto desaparece al mismo tiempo que la causa.
El deporte, para quien disfruta de él, es amor a la forma, un espectáculo que no trasciende lo corporal, lo sensorial y la emoción instantánea que, a diferencia de lo que ocurre por ejemplo con un libro o un drama, apenas deja huella en la memoria y no afecta para nada el conocimiento, ni para enriquecerlo ni para deteriorarlo. En eso está su encanto: en ser emocionante y vacío. Por eso pueden gozar del fútbol, por igual, el inteligente y el tonto, el culto y el inculto. Ahora basta, ha llegado el rey, han salido los equipos, se ha declarado inaugurado el mundial, el partido comienza. Basta de escribir. Vamos a divertirnos un poco.
DERROTA ARGENTINA
Un debut con sorpresa
Vargas Llosa escribió estas líneas antes del partido que Argentina perdería ante Bélgica por 1-0 en España 82. Era el equipo de Maradona: un campeón que no pudo repetir.